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Siempre es necesario destacar iniciativas como la que, de la mano del Ayuntamiento de Madrid, tiene a bien editar unas lujosas y cuidadas colecciones de diversos libros pertenecientes a los autores más significativos de la generación del 27. En un precioso formato, y por obra y gracia de la Imprenta Artesanal madrileña, nos llegan estas obras acompañadas de rigurosos trabajos que, sobre ellas, han elaborado algunos de los más distinguidos estudiosos que el seno de la literatura española alberga en la actualidad. Y de entre obras como los Placeres prohibidos de Cernuda o Cal y Canto de Alberti, el Cancionero y romancero de ausencias de nuestro querido poeta oriolano también tiene cabida en tan excelsa y, por otro lado selecta, colección, encabezando la de los poetas de la generación del 36.
Titulado Animal del mediodía, el estudio del Cancionero y romancero de Ausencias corre a cargo de Pablo Jauralde Pou y Pablo Moíño Sánchez. Comienzan con una pormenorizada descripción de las vicisitudes que acompañaron la creación y transmisión de la obra, indagando en si ese tópico tan común, el del cuadernillo pedido y encontrado que esgrime Miguel Hernández y que también utilizara, sin ir más lejos, Miguel de Cervantes en su Quijote, puede considerarse veraz o si por el contrario pasa a engrosar la larga lista de tópicos literarios que no han sido sino pretextos para poder llegar a constituir finalmente una obra. Nos evocan la imagen de Miguel, acurrucado en alguna de las cárceles por las que transitó, con poca luz y menos esperanza si cabe, de lograr salir vivo de semejante envite, apurando un pequeño lápiz y escribiendo las poesías que pasarían más tarde a engrosar las páginas del CRA. Pues esta es, sin duda, la última obra que salió de la pluma de Miguel, ya que tras ellas vendría su lastimero peregrinar por las cárceles de Palencia, Madrid, Ocaña y Alicante, paso previo a la posterior tuberculosis y a la irreparable muerte. Tras CRA sólo escribió algunas cartas, en las que podemos comprobar cómo se iba extinguiendo, poco a poco, su ya languidecida vida.
Y a pesar de un comienzo un tanto “ex abrupto” el estudio pasa a centrarse acto seguido en el momento en el cual comienza la gestación de la obra, que no es otro que el otoño de 1937, al poco de haber regresado de aquel viaje a Rusia que tan profundamente le marcó. Y los editores se retrotraen hasta tan atrás por una cuestión que para los autores es de las más importantes a la hora de adentrarse en un estudio de CRA, pues la obra no fue concebida como tal hasta mucho tiempo después de esa fecha, e incluso puede ser que ni el mismo Miguel la concibiese tal y como ha llegado a nosotros, años después. Fue iniciada como una serie de poemas dispersos, hecho que incidiría tanto en su forma y estructura poética; una serie de composiciones breves y espontáneas, que iban a parar directamente a aquel cuadernillo que Miguel tan bien ocultó. Pero los autores cuestionan, llegados hasta punto, el hecho de si realmente lo ocultó, escribiendo a hurtadillas en él, o simplemente memorizaba las poesías que más tarde dictaba. A pesar de decantarse más por esta segunda opción, no descartan en momento alguno la primera.
La “Canción última”, que cierra el poemario hernandiano El hombre acecha, tiene la importancia de que “el final de El hombre acecha anuncia los caminos poéticos del Cancionero y romancero de ausencias. Y pasan a centrarse, dentro de esta evolución poética que intentan trazar, en el símbolo de la casa y su trascendencia en la poesía de CRA (pues en esta imagen confluyen motivos biográficos muy diversos y concretos, que la tiñen de “sombras y amargura”). Así, vemos cómo los caminos, lugares y puertas que no conducen a casa alguna serán motivo de tristeza, y la casa pasará a definirse como un espacio negativo en el que anidan tanto envidias como rencores y odios.
En el tercer capítulo intentan establecer cual es la tradición literaria de la que bebe Hernández a la hora de dar forma a su CRA. En este acercamiento, ven como la generación del 27 y sus poetas, Quevedo, Lope de Vega, Bécquer o incluso modernistas de principios del siglo XX tienen cabida en el imaginario común del que se vale Hernández; pero, entre todas ellas, dejan bien clara la importancia y trascendencia de la canción tradicional como principal fuente evocadora. Bien es cierto que se debe a circunstancias personales, y no por otra razón, que el poeta se ve abocado este tipo de construcción, pero aún así, aunque lo provisional se convirtiera en definitivo, restar importancia a estas construcciones sería lastrar de credibilidad al propio estudio en sí.
La ausencia, protagonista en el cuarto de los capítulos, lo es también de la casi totalidad del poemario. Presente, directa o indirectamente, a lo largo de toda la obra a través de tres variantes, apuntadas por Jauralde y Moíño:
- ausencia de las personas queridas (mujer e hijo).
- la soledad de su situación y de su propia existencia.
- el desamparo ideológico al que también se ve sometido.
Tras analizar distintos poemas en los que la ausencia deja su huella, también asocian este sentimiento al de la frustración y la muerte, variantes temáticas de la ausencia que, provocando alejamiento primero y culminación después, suelen ser recurrentes al lo largo de CRA.
Pues esa obra amarga que es el Cancionero y romancero de ausencias no se detiene en la melancolía o la nostalgia, pasos previos innegables, adentrándose directamente en lo que los autores denominan “las raíces de la tristeza y el dolor”. ¿Pero cuáles son las causas que provocan esa herida constante que es la obra en el corazón de Miguel Hernández? Pocas veces encontraremos ese mal nombrado como tal, y aparecerá transmutado en dientes, hachas, huracanes o vientos, en esas “basuras de lo turbios deseos, de las pasiones turbias” que son los males que asolan al hombre. Y es que los símbolos abundan a lo largo de toda la obra; necesarios todos, directos y explícitos algunos, van creando una tupida red de significados simbólicos que, acompañando al literal, crean una constelación poética a la que el lector puede acceder casi al instante; un doble sentido que, además de literal, también es simbólico. De entre toda esta variedad de símbolos, predominan aquellos que están extraídos directamente del campo lírico de la naturaleza (luna, sol, mar, agua, viento y huracán) o del propio cuerpo humano (diente, ojos, vientre); otros, se rigen por el propio carácter positivo (el abrazo, el vergel o el cuerpo) o negativo ( hachas, precipicios, naufragios o huracanes) que implican. Llegados a este punto, el apunte de los autores acerca de la imposibilidad de leer, y entender, CRA si no se capta al mismo tiempo esa densidad significativa, que van creando los numerosos símbolos primarios que pueblan la obra, se nos presenta como fundamental.
En cuanto al tratamiento que de las figuras humanas se hace, así como de calibrar su importancia, descubren Jauralde y Moíño que, bien a través de ella, bien como telón de fondo, todo ese simbolismo del que anteriormente se refirieron brota a borbotones de todos y cada uno de los versos. Las dos únicas figuras humanas a las que se hace alusión son la de su hijo perdido y la de su mujer. La no presencia de más figuras humanas supone un giro radical con respecto a la anterior producción poética de Miguel Hernández, pero no por ser escasas dejan de tener una importancia capital en la obra, pues a través de ellas crea todo un universo de imágenes poéticas. De la ausencia de esa mujer, amada y deseada, nace la pasión erótica, pues es contemplada a través de imágenes que, además de tener un cariz de tormento impregnado en ellas, son representadas como un objeto desnudo, perdido y también deseado que el poeta anhela y recuerda, dominado por la fuerza que le confiere este recuerdo y que le hace seguir hacia delante en momentos de extrema flaqueza. La presencia obsesiva del vientre o del sexo femenino manifiestan esa pasión imposible, esa frustración erótica que, afirman, invade a Miguel, y que se constituye en una de las partes fundamentales de la última parte del Cancionero, parte que una vez más nos vuelve a remitir a aquellas condiciones biográficas en las que fue escrita.
Y la otra figura humana de la que hablaron, la del hijo ausente pero presente en el corazón del poeta, es la que motiva a los autores a afirmar que el hijo muerto es una constante que obsesiona al poeta a lo largo de las páginas de la obra; pues poemas como “Orilla de tu vientre” o “Hijo de la luz y de la sombra” son prueba inequívoca de que, tanto Jauralde como Moíño están en lo cierto. En otros poemas la presencia de su hijo es constante y casi doliente, a pesar de no referirse explícitamente a él, y esto queda reflejado en símbolos como el de la muerte, la tierra o el cementerio, que aluden directamente a la figura del hijo muerto.
En este completo estudio, que ya dejó atrás el calificativo de aproximación o bosquejo más bien desde sus primera páginas, estamos realizando todo un descenso a las miserias más íntimas y personales que configuran esa cosmogonía agónica que rodeó incesante y casi cruelmente a Miguel Hernández en aquellos años del 38 al 41, en los que el Cancionero fue gestado. Todas aquellas obsesiones, angustias , miedos y desvelos con los que tuvo que convivir en tan solitarias horas, sólo acompañado por la incertidumbre, la penumbra de los días sin fin y su pequeño cuadernillo como única compañía.
Y una vez han analizado todos estos pormenores espirituales y vitales, los editores pasan a adentrarse en cuestiones más formales, tratando de marcar las pautas que siguió Miguel a la hora de componer, y dar forma y estructura métrica, a su obra. Pues, a pesar de la dificultad que entraña establecer parámetros formales entre tal densidad simbólica y vital, es esta una labor de obligado cumplimiento para los autores; labor que encaran con el mismo rigor con la que acometieron los otros aspectos ya analizados y comentados. Comienzan intentando desenmarañar cuales son esos juegos retóricos sobre los que se estructura la obra. La semántica y la retórica también serán, pues, necesarias para poder expresar la hondura y la verdad de las palabras de Miguel, ya que la densidad conceptual no puede sólo entenderse simbólicamente. Por tanto, esta unión necesaria entre forma y contenido, además de muy bien estudiada, se presenta como fundamental en CRA: el despojar de todo lo que sobra, hasta llegar a la propia sencillez, la circularidad y los juegos retóricos que los autores nos muestran, encierran al lector en un mundo obsesivo, el del poeta, del que se hace muy difícil salir. Y esto, indirectamente, hace que la obra apueste claramente por una poesía del tipo popular, con los romances sobre todo, pero también el zéjel y sus derivados o las sextillas pentasilábicas. Y es que no sólo la métrica sino también muchos otros aspectos son claramente deudores de esa poesía de raigambre popular que es tan habitual en toda la obra. Un léxico sencillo, de sintaxis suelta, un simbolismo en el que las palabras patrimoniales adquieren una elevada significación. Esto, junto a aspectos temáticos pertenecientes a la naturaleza popular, como la soledad, la granada, el cuchillo, la paloma, que se repiten igual que en los cancioneros, muestra bien a las claras que Miguel Hernández no se ha distanciado ni un ápice de su propia formación ni de su origen social humilde, con los que se ha educado, los ha aceptado y enriquecido con procedimientos cultos, volviéndolos a emplear justo ahora que se encuentra en, posiblemente, los momentos más dramáticos de su vida. En la adversidad, una consciente y voluntaria vuelta a sus orígenes.
Las “Nanas de la cebolla”, sin duda uno de los más conocidos poemas del libro, si no el que más, es el encargado de poner el justo epitafio a este estudio. Una canción de cuna pero en su variante más atroz y triste cuyo propósito es, en palabras de Jauralde y Moíño, lograr que su hijo esboce al menos una medio sonrisa, pues exhorta al niño a la alegría, que debe ser el arma que utilice para combatir el hambre que a buen seguro le asola, y la tristeza que le rodea. La risa del niño, y no la cebolla, se erige por tanto en tema principal del poema.
Una completa y rigurosa edición crítica es la que nos han ofrecido estos dos estudiosos, que afirman basarse como modelo en “el testimonio que ofrece el cuadernillo del Cancionero y romancero de ausencias, publicado en edición facsimilar por José Carlos Rovira (Alicante, Instituto de Estudios Juan Gil-Albert, 1985)” al que añaden, con posterioridad, 30 poemas más de lo que ellos denominan el “grupo B” del corpus que integra la obra, y que en cuartillas llegó a nosotros bajo el truncado título de Cancionero de Ausencias. Y es importante hacer este breve apunte, pues en una obra como la presente, de dudosa transmisión y que además esta se ha producido en un estado de evidente deterioro, la fuente principal en la que hayan podido establecer sus líneas maestras, así como los cambios que hayan llevado a cabo en el Cancionero... original a la hora de editarlo como obra unitaria son, en este caso, de ineludible tratamiento.
Una obra que, incluida en esta colección, vuelve a demostrarnos que la vigencia de Miguel Hernández sigue intacta, y que su prestigio literario está a la par de sus compañeros de generaciones, anteriores o posteriores. Pues a pesar de que aquel genial epígono del 27, como Dámaso Alonso lo calificara, encabece la colección de poetas del 36, la inevitable pregunta subyace: ¿es el talento poético algo que podamos parcelar tan fácilmente?
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