MIGUEL HERNÁNDEZ VISTO POR SUS COETÁNEOS

Por Antonio Buero Vallejo.
A la hora de reconstruir cuál era la visión que de Miguel Hernández tenían aquellos que fueron sus coetáneos, es probable que si el primer nombre que figura en la lista de personajes escogidos es el de Antonio Buero Vallejo, le invada a uno una ligera extrañeza, por no ser sus nombres, quizás, fácilmente asociables. Pero tras haber buceado entre la ingente cantidad de documentos, extraídos tanto de la Obra completa de Buero, como de distintos artículos, entrevistas y extractos de prensa en los que hace referencia al oriolano, va cobrando forma una relación que, forjada en circunstancias adversas, fue de las que más hondamente caló en el interior del dramaturgo de Guadalajara, pues recordaría la figura de Miguel Hernández hasta los últimos días de su vida. Y prueba fehaciente de esta amistad son un retrato, uno de los más conocidos, sino el que más, que se conservan de Miguel, si no el que más, y una emotiva y sentida poesía.
Fue esta una relación que tiene su punto de partida en la guerra civil española, evento que, si bien es cierto que fue el causante de que un gran número de relaciones se diluyeran tristemente, en el caso que nos ocupa, el de Miguel Hernández y Antonio Buero Vallejo, fue al contrario. La historia del oriolano durante la guerra civil española, y el posterior calvario de prisiones que vivió, es bastante más conocida que la de Buero Vallejo, la cual, posiblemente, sí merezca una necesaria explicación; al menos hasta que su destino converja con el de Miguel, en la prisión de Conde de Toreno, a finales de 1939.
El nombre de Antonio Buero Vallejo suele asociarse generalmente, por los méritos que tan justamente ha adquirido, al campo de la literatura, en general, y, más concretamente, al del teatro. Pero lo cierto es que estudió, en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid, pues su vocación pictórica comenzó a desarrollarse muy tempranamente, cuando la vocación literaria todavía latía en su interior y no había llegado a cobrar forma del todo. Trabajará, al iniciarse la contienda bélica en la F U E, por miedo a alistarse en el frente, posibilidad que estuvo sopesando pero que siempre acababa desechando. Su padre, detenido, será fusilado en Paracuellos del Jarama, y Buero ve como su quinta, movilizada en 1937, se incorpora a un batallón de infantería que se entrena en Villarejo de Salvanés. Un médico húngaro, Jefe de Sanidad de la XV División, ve sus dibujos y murales y decide llevárselo con él a trabajar en el taller plástico de la F U E, como dibujante, en murales y periódicos. En un hospital de campaña de Benicásim, en 1938, conoce a Miguel Hernández, que se recuperaba allí de un intenso agotamiento. Al finalizar la guerra, tras una breve reclusión en la Jefatura de Sanidad de Valencia, se le permite el regreso a la capital. Pero Buero se dedicará a reorganizar el maltrecho Partido Comunista, al que se había afiliado durante la contienda pero de cuya militancia se iría alejando, progresivamente, años después. En mayo de 1939, cuando la guerra civil comenzaba ya a ver su final, es detenido y condenado a muerte, en uno de aquello habituales e injustos juicios sumarísimos, junto a otros cinco compañeros, bajo los cargos de “adhesión por rebelión”. Pasará por distintas prisiones, hasta que en la del Conde de Toreno vuelva a coincidir con Miguel Hernández.
Podríamos comenzar a reconstruir, con multitud de fechas y datos precisos, el cómo, el cuando o el por qué de la relación entre Miguel Hernández y Antonio Buero Vallejo, pero qué mejor manera de conocer cómo comenzó todo que por medio de uno de sus dos integrantes, el único que, por desgracia, pudo llegar a contarlo:
“Coincidí con él tres veces. La primera fue en 1938 en Benicásim, donde yo estaba trabajando y él había ido a convalecer de un gran agotamiento; comíamos en la misma mesa, pero yo estaba tan sobre mi trabajo y él tan en sus ocios que apenas cambiábamos unas pocas palabras (...) Después fue en Madrid; en la prisión de Conde de Toreno. Vivimos unos diez meses juntos en la galería de condenados a muerte. Esta fue la etapa más interesante de nuestra relación. En noviembre de 1940 hubo un tercer encuentro, en Yeserías, donde nos enteramos de que Miguel estaba en la sección de transeúntes; (...) conseguimos verlo; cambiamos apresuradas impresiones durante apenas quince minutos y ya no le volvería a ver más”.
No fue esta, por supuesto, la única vez en que se refirió Antonio Buero Vallejo a Miguel Hernández, pues tras haber podido formar parte de este fantástico ejercicio que supone reconstruir una amistad, hemos comprobado de qué manera quedó grabada aquella en el corazón del genial dramaturgo, ya que recordaría la figura del oriolano a lo largo de toda su vida. Muchas más textos, escritos desde el cariño y la distancia rememoran aquellos dias de cárcel y angustia, pero también de afecto mutuo.
“Lo conocí y me piden que cuente algo de él”. Así de escueta pero bella es la frase inicial que abre “Un poema y un recuerdo”, el texto que, en 1960, escribió sobre Miguel, y en el que evocó algunos recuerdos de aquella amistad condenada a germinar tras las rejas, subyugada por un trágico destino, pero recuerdos que, al fin y al cabo, dejaron una impronta muy difícil de borrar en su corazón. Refiriéndose a su estancia en la prisión del Conde de Toreno apunta:
“Fue una época en la que, sometidos a estrecha y numerosa convivencia, separados de nuestros familiares, vivíamos días de nostalgia y esperanza”.
A finales de 1939 y principios de 1940, ya vislumbraba Miguel Hernández la muerte como algo posible y, al mismo tiempo, teñido de nobleza. Pues estamos ante la época en la que los versos de Miguel “dejan de rugir y cantar”, pasando solamente “a decir”; esto es, viendo el funesto desenlace como algo, más que posible, probable, afrontaba ya su futuro “con valor, heroicidad y cruel realismo”.
Sobre ese carácter trágico que parecía que se cernía sobre Miguel, escribe:
“Miguel era un hombre a caballo entre la alegría y el dolor, entre la luz y la sombra (...) Hay poemas suyos en los que las palabras alegría, luz, sombra, se reiteran constantemente. ¿Por qué? Porque Miguel era ya -se refiere a la época de Conde de Toreno, en 1940- un gran poeta trágico”. Y continúa, añadiendo que “Él conoció tempranamente, dada su extracción humilde, el dolor, y después tuvo sobradas ocasiones de conocerlo a fondo de manera desgarradora; pero él, como verdadero hombre trágico que era, quería a toda costa, denodadamente, alcanzar la alegría” (...) “Recuerdo cómo le gustaba cantar y hasta cómo nos canturreaba cosas divertidas y un tanto chocarreras en ocasiones; solía contar también chistes. Y es que este hombre extraordinario –en todo momento Buero ensalza las virtudes que más sobresalían en Miguel- era también un hombre como cualquiera de nosotros”.
Mostrando así la tremenda capacidad del oriolano para sobreponerse siempre ante la adversidad, para descubrir su mejor cara a pesar de que las circunstancias no fuesen, en absoluto, las más apropiadas.
“Miguel tuvo en la cárcel reacciones personales de una gran sensibilidad humana, que eran muy difíciles de tener en las situaciones apretadas que vivíamos, y él las tenía como si no las estuviéramos viviendo”.
Siempre con una sonrisa para cualquiera, siempre intentando sobrellevar la carga que llevaba encima, las anécdotas de Buero con respecto a esa inmensa humanidad son numerosas, pero además, como bien afirma, esa amistad no se limitaba únicamente a mostrarse jocoso y divertido:
“si algún compañero le pedía algo, él, si podía se lo daba; y daba lo que mejor podía regalar: poesía”.
O cuando evoca, con emoción, el ya famoso pasaje del poema que escribió a la hija de uno de los presos:
“Cierto preso miraba preocupado una fotografía de su hija, que dentro de unos días celebraría su onomástica y para la que no tenía nada que poderle mandar. Miguel, al saberlo, tomó prestada la foto y le dedicó ese precioso poema que se titula “El pez más viejo del río” (...) Para concluir que “esta obra de Miguel (...) expresa magistralmente esa lucha entre el dolor y la alegría del poeta trágico que era. Del grande, dolorido y solitario hombre que fue (...) Así de radicalmente humano era Miguel Hernández”.
Pero no sólo destacó esa humanidad, tan notoria por otro lado, de Miguel, sino que también afirmó el dramaturgo que “era hombre de muchas facetas”. Pues, a pesar de que pudiese parecer callado, poco comunicativo o más bien retraído, en multitud de ocasiones se arrancaba con un chiste subido de tono o con una alegre canción, que canturreaba para que los ya de por sí escasos ánimos no decayeran ni un ápice. Sobre ese carácter tan divergente apuntaba, en el artículo “Dos escritores opinan sobre Miguel Hernández”:
“Era un hombre sabio en dolores (...) Aunque pueda parecer cínico, todo lo malo lo enriqueció; y sus mejores obras son de sus peores épocas (...) Abruptamente espontáneo, pero con unas cualidades humanas fuera de lo común”.
Con motivo del hermanamiento que tuvo lugar, en el año 1990, entre la Fundación Federico García Lorca y la Fundación Miguel Hernández, en Fuentevaqueros, Antonio Buero Vallejo aportó un nuevo texto a esa su pequeña colección de escritos hernandianos, en el que califica al oriolano de “hermano menor” del poeta granadino. En este nuevo trazo poético, en el que intenta una vez dejar constancia de su carácter noble y altruista, recuerda a un Miguel Hernández enrejado pero, siempre poeta:
“Tan saturada estaba su alma de poesía que recitaba versos ajenos, mientras perfilaba los suyos propios (...) Algún verso aislado de Cernuda, de Lorca, de Aleixandre”.
En cuanto a los largos coloquios que entre ellos se sucedieron, éstos versaron sobre temas tan dispares como el oscuro destino de España, qué harían si se les conmutaba la pena a muerte, y, por supuesto, poesía. Divagaciones insertas en una época en la que, además de compartir prisión, también compartían algo, si se quiere, mucho más trascendental: condena a muerte. Pero en semejantes circunstancias, ciertamente pesimistas, siempre sacaba a relucir Miguel su carácter noble y sus tremenda energía vital, que era ciertamente contagiosa. Concluye recordando a un Miguel ya ausente para siempre, pero afirmando que “de nada valen lejanías cuando hay una hermandad verdadera”, y la que pudo tener con Miguel a buen seguro que lo era.
En un artículo publicado en el diario ABC, se recogen distintas opiniones sobre Miguel Hernández, entre las que se encuentran las de Vicente Aleixandre, Gerardo Diego, Luis Rosales y, por supuesto, Antonio Buero Vallejo. En ella, Buero destaca que el destino que aguardó a Hernández fue “una muerte que no debió suceder”. Muerte injusta e inmerecida, pero más sangrante, si es que las muertes en sí no lo son, por ser Miguel “uno de esos hombres de los que el país debería sentirse orgulloso, pero que ha fallecido”.
Cualquier verso de aquel precioso poema, “Dos dibujos”, que dedicó Buero Vallejo a Miguel Hernández, recoge aquella experiencia vital, aquella amistad forjada en condiciones tan extremas. Valgan como muestra estos, que no hacen sino dejar constancia aún más clara y hermosa, con toda la belleza que puede aportar la poesía.
la hiriente y melancólica certeza
de que ya no me oyes.
Roto quedó el diálogo y es vano
pretender tu respuesta.
Desde la piedra de tu lecho último
perdona esta locura
tú, para siempre sordo.
(...)
Alentabas, vivías.
sonreías a veces
sentado en el petate
e iban naciendo rasgos de mi mano. Fueron tiempos insólitos
fijos en la memoria
como un denso presente que no acaba.
(...)
Hacinados en vasta galería
tras el perdido sueño del futuro
del hombre y su justicia,
la derrota y las hambres compartíamos
en aquella antesala de la fosa.
(...)
Recíbenos, Miguel, en la paz yerta
de aquel otro dibujo
que muestra tus pupilas apagadas
y tus labios resecos."
Como muestra significativa, la última, en la que nada tuvo que ver Buero, pero que vuelven a dejar claro cuánto caló aquella amistad en el dramaturgo, recordar cuáles fueron las últimas palabras que se escucharon en la íntima pero sentida despedida que se le brindó a Antonio Buero Vallejo en el momento de su último adiós: la lectura de los versos de la “Elegía”, a Ramón Sijé, despidieron a Antonio Buero Vallejo. A buen seguro que, si hubiese sido Miguel el que hubiese sobrevivido a las penurias de las cárceles de la guerra civil, al tener que brindar una despedida a su amigo de cárceles, hubiese también recitado aquello de “tanto dolor se agrupa en mi costado (...) compañero del alma compañero”. Pues el final de una amistad no tiene por qué marcarlo la siempre arbitraria y a veces injusta muerte; aún así, siempre nos queda la memoria, y la literatura puesta a su noble servicio, para que la distancia entre dos vidas no llegue a truncar una amistad verdadera.