LA ESCRITURA COTIDIANA

CARTAS DE VICENTE ALEIXANDRE A JOSÉ ANTONIO MUÑOZ ROJAS (1937-1984)

El copioso epistolario de Vicente Aleixandre reúne una faceta del Nobel que, aunque quizás no sea una de las que más reconocimiento poseen (no olvidemos que sus mayores logros han venido en el terreno de la poesía), no está exenta en ningún caso de una gran importancia dentro de su producción literaria. El día que Pere Gimferrer pronunciara su discurso de entrada en la RAE, para ocupar el sillón que Aleixandre dejaba vacante, no pudo evitar hacer mención a la faceta epistolar que tuviera su predecesor en la Academia; hizo mención a dicha faceta llegándolo a comparar con otros dos grandes representantes de tan desconocido género, posiblemente, dos de los más grandes que hayan dado las letras hispánicas: Leandro Fernández de Moratín y Juan Valera. Y no fue esta una referencia baladí en ningún caso, pues mencionar explícitamente esta faceta de Aleixandre, ciertamente desconocida para el gran público, fue todo un acierto por parte del “novísimo” catalán. Otra muestra del reconocimiento que esta faceta de la producción de Aleixandre tiene, al menos por parte de la crítica especializada, lo encontramos en la autora de la edición crítica de esta Correspondencia, la catedrática de Literatura Española Irma Emiliozzi, quien llegara a calificarlo de “prolífico corresponsal”, mostrando nuevamente hasta qué punto tenía asumida el Nobel la tarea de escribir correspondencia como algo cotidiano en su vida, tanto en la literaria como en la privada.

Y es que las cartas que el Nobel escribiera a lo largo de toda su vida se cuentan por miles, pues esa vocación epistolar lo acompañaría siempre; cartas a familiares y amigos, a poetas consagrados o noveles, bien de España, bien del extranjero, para comunicarse y expresarse. La escritura cotidiana entendida como algo íntimo, rutinario y bello, cotidiano y hermoso; el tópico latino del “nulla die sine linea” como motivo literario. Así, bucear en la correspondencia de Vicente Aleixandre es adentrarse en su vida y en su obra, en el sentido más pleno, consciente y completo que podamos otorgarle. Pues cada día recibía y enviaba cartas, incluso cuando su caligrafía, por razones del inevitable paso del tiempo, llegó a tornarse temblorosa y huidiza a estos menesteres, y su vista se cansó de tanto observar el mundo, viéndose obligado a delegar aquellas tan queridas funciones para él en personas que copiaban lo que él quería transmitir. Debió de ser un magnífico privilegio poder sentirse escriba en Velintonia, ¿no lo creen?

Un considerable corpus epistolar que, en esencia, nos da una clara muestra de aquellas relaciones vitales de Aleixandre, pero también nos acerca a su faceta más humana y terrenal. Ya estudiada por Emiliozzi con anterioridad en el grueso que compone esa Correspondencia a la Generación del 27 (1928-1984) de Vicente Aleixandre, la reciente aparición de la correspondencia que mantuvo con el poeta antequerano José Antonio Muñoz Rojas viene a aglutinar un poco más la dispersa, por su enorme cantidad, correspondencia del Nobel.

Pero la importancia y trascendencia de estas Cartas de Vicente Aleixandre a José Antonio Muñoz Rojas, tanto en la propia obra particular de Aleixandre como en la literatura española en general, no debería verse lastrada, en ningún caso, por el mero hecho de que estemos ante un epistolario incompleto o unidireccional. Y es incompleto porque, en primer lugar, faltan todas las cartas que Aleixandre y Muñoz Rojas se escribieran desde 1929 y 1937, año de la primera carta conservada. Hay constancia escrita de que aquella correspondencia existió y fue perdida, pues en su “Carta a Vicente Aleixandre. Sobre amistad y poesía” José Antonio Muñoz Rojas recuerda así esas cartas “(...) posteriores al 36 porque a las anteriores se las llevó aquel maldito viento”.

Pero es que también faltan todas las cartas que Muñoz Rojas escribiera al Nobel, pues la edición que manejamos parte de los dos sobres llenos de cartas que Muñoz Rojas guardara, pero no de las respuestas de éste a las cartas de Aleixandre, que no tenía costumbre alguna de guardar las cartas que recibía. Estamos por tanto ante una conversación en un solo sentido, sin respuesta, que, aún así y siendo incompleta como es, se erige en una de las más bellas, si no la que más, de entre las obras no literarias de Vicente Aleixandre, y recoge, según Emiliozzi, algunas de sus mejores y más bellas cartas.

Y después de lo antedicho, siendo necesario hablar tanto de esa faceta de Aleixandre como “escribidor” de cartas y de ese por qué estudiar esta correspondencia, no nos queda sino comenzar a hablar de lo realmente importante: la relación de amistad entre Vicente Aleixandre y José Antonio Muñoz Rojas. Dicha amistad comenzó pronto, en una cervecería madrileña en 1929 y se prolongó durante más de 55 años, soportando la distancia, la guerra y las enfermedades del Nobel, que obligaron a que la relación quedara circunscrita a estas cartas. Aún así, las cartas son fiel testimonio de lo intensa, continua y fiel que llegó a ser; una relación, en palabras de Emiliozzi, “perseverante y privilegiada”.

En carta fechada el 12 de septiembre de 1939, Aleixandre evoca así aquel momento:

“ (...) Te recuerdo allá en mi hoy derruida casa, y veo tantas memorias, afinidades, años, historia de una amistad nacida en tu adolescencia, en una cervecería de la calle Zorrilla, y continuada, amasada pudiera decir, a través de los años, con una claridad tan serena y hermosa, buena compensación de otras amarguras de la vida”.

Cartas que nos sirven también para obtener, de primera mano, los detalles más significativos de la peripecia vital que para el poeta supusieron aquellos 55 años, pues muchos de los datos que se nos aportan ya son conocidos, pero otros, como es el caso sin ir más lejos de lo vivido por él y su familia entre el 36 y el 39, hasta su definitivo retorno a Velintonia ya en 1940, con acusados problemas de salud, no eran de tan fácil acceso. Pero también conoceremos, de primera mano, otros como la perspectiva ideológica desde la que contempla Aleixandre la guerra, ese episodio de la cárcel que cuenta Emiliozzi, sus colaboraciones literarias o las amistades con la causa republicana o el exilio que no se produjo. Sus circunstancias más íntimas y también las más difíciles, contadas a su íntimo amigo, y que nosotros podemos tener ahora el privilegio de leer y conocer.

Pues el documento en que se erigen estas cartas aquí reunidas no deja de ser conmovedor y emotivo, para los amantes del autor de La destrucción o el amor, pero también para aquellos que aman la poesía en castellano. Pues nos permiten compartir unas horas con un Aleixandre que se nos muestra cercano y humano, tangible, desnudándose ante su cómplice amigo, pero también ahora ante nosotros, por esa tremenda virtud que la correspondencia privada posee, y de la que anteriormente hablábamos. Y contemplamos cómo, a pesar de despojarse de cualquier conciencia literaria, la poesía es inherente a él, y ni incluso su faceta más íntima puede dejar a un lado esa grandeza poética que subyace en cada palabra, en cada punto o en cada coma. Un estilo puro y sincero, no exento ni en sus momentos más íntimos de una inmensa calidad literaria.

Escritas en un periodo de tiempo comprendido entre 1937 y 1984, Muñoz Rojas las guardaba en dos sobres en los que literalmente podemos leer:

- “Correspondencia con Vicente Aleixandre. 1937-1989”.
- “Cartas agosteñas de Vicente Aleixandre. 1954-1960-1984”. Adjuntándose también al final tres postales y otra breve carta.

El primer sobre contiene 79 cartas, escritas desde Madrid y desde las distintas direcciones (Reina Victoria 31, Españoleto 16 y Velintonia 3) que el Nobel tuvo que habitar, debido a las vicisitudes que la contienda bélica conllevaba. Los cuatro años de ausencia de Velintonia, el episodio de la cárcel, sus continuos problemas de salud, el posicionamiento político de Aleixandre, la situación y posterior muerte de Miguel Hernández o la importancia que para él tenía el núcleo familiar que le rodeaba, y en el que también tenían cabida sus amistades más allegadas, serán los temas más recurrentes de esta primera serie de escritos.

El segundo sobre lo integran las llamadas “cartas agosteñas”, escritas desde Miraflores de la Sierra, donde pasaba los veranos. Cada año, incesante y puntualmente, escribía estas cartas que eran esperadas por Muñoz Rojas en su Casería del Conde de Antequera; entre 1954 y 1984, y a excepción de la de 1957, cada carta fue escrita y enviada con cariñosa constancia, cada verano, como podemos constatar en el siguiente fragmento, perteneciente a una carta fechada el 23 de agosto de 1965 en Miraflores:

“Querido José Antonio: Aquí me tienes, en mi visita anual a tu casa antequerana, y antes me faltará el alimento que faltar yo a ella (...)”

Los temas de estas “agosteñas” están, en líneas generales, tratados en las cartas que se incluyen en el primer sobre de la correspondencia, pero como bien apunta Emiliozzi, esa reiteración en los temas lleva implícito el hecho de que van cobrando, a su vez, un cariz más personal, íntimo y casi confesional en ocasiones. Así, estas cartas se caracterizarán más por su carga de reflexiones, dilucidaciones y planteamientos de orden metafísico que por las novedades que pudieran aportar al interlocutor.

Insertas en un espacio temporal concreto, agosto y Miraflores, con la hermana de Vicente, Conchita, la amiga alemana de éste, Seifert, y también esas fieles amistades del Nobel, tales como Dámaso Alonso, José Luis Cano, Carlos Bousoño o Leopoldo de Luis, estas “agosteñas” llegaban cada verano, incesantemente, como las hojas del venidero otoño iban a caer. Intimidad y hondo lirismo abundan en estas cartas, pero también lamento por no poder viajar a Antequera de visita, su imposible encuentro en Madrid entre ambos o la progresiva pérdida de visión que Aleixandre sufrió; prueba fehaciente del hombre que, sobreponiéndose a sus limitaciones, se acerca al final de su vida aferrándose a la familia, la casa o el paisaje.

Pero si de entre tal cantidad de temas hay uno que se repita insistentemente por encima del resto, éste es el de la situación que estaba sufriendo el que fuera uno de los amigos más allegados de Aleixandre: Miguel Hernández. La amistad fraguada en Velintonia, en tiempos de poesía y fraternidad, pero también de guerra y sufrimiento venidero, dejaría una huella indeleble en los corazones de ambos poetas. La precaria situación del oriolano fue una carga que Aleixandre llevó no sin dificultades, y una vez muerto este, sus pocas fuerzas, menguadas por sus problemas de salud, las dedicó a conseguir una pequeña pero indispensable pensión para la viuda y el hijo del poeta oriolano.

En una primera carta, fechada el 3 de febrero de 1942 en Madrid, hace copartícipe a Muñoz Rojas del terrible calvario que está viviendo Miguel Hernández, pero también su familia, y le pide esa necesaria ayuda económica que el poeta preso tanto necesita:

Hace unos días llegó tu carta y te iba a escribir uno de éstos, cuando lo adelanto por las tristes noticias que recibo de Miguel. Hace dos meses (...) cayó enfermo con un tifus intestinal. Allá lo pasó el pobre como pudo, y salvada la vida y fuera esa enfermedad, aparece el triste cuadro de una tuberculosis pulmonar aguda, que pronto se lo llevará si Dios no lo remedia. He recibido dos cartas de Josefina, patéticas en su laconismo (...) Le han recomendado sobrealimentación, y no pueden dársela. Yo hace ocho días que le he mandado 125 pesetas (como hago casi todos los meses). Y hoy recibo otra carta pidiendo si algún amigo a quien se lo diga podría enviar dinero (...) Me he acordado de ti otra vez, José Antonio, por si tu pudieras y quisieras hacerle ahora un giro a Josefina Manresa – y tras adjuntar la dirección de la esposa añade- Si puedes mándale las 125 pesetas que acostumbras y yo te lo agradeceré (...) Lo primero sería sacarle de donde está y llevarle y fortalecerle (..) Poco humor tengo, José Antonio, de contarte nada, al lado de esta tribulación.

Muñoz Rojas enviará puntualmente el dinero, insistiendo en si puede hacer algo más en tan difícil situación, a lo que Aleixandre contesta, en carta fechada en Madrid el 26 de febrero de 1942:

“(...) tu ofrecimiento de intentar algo también, es como decirte lo bueno que es y si puedes intentar algo hazlo, que será una buena caridad”- concluyendo- “Estoy muy contento de verte acudir así como yo esperaba de ti. José Antonio, un fuerte abrazo”.

Vemos, pues, como una vez llegado el momento en que Aleixandre necesita recurrir a sus amigos más cercanos para socorrer a otro gran amigo, no duda en dirigirse sin vacilación alguna a José Antonio Muñoz Rojas. La amistad, bien tremendamente valioso para el Nobel, tema constante en sus cartas y poesías, y que requiere a buen seguro un estudio mucho más profundo y no unas escuetas líneas, fue algo fundamental para Vicente Aleixandre a lo largo de toda su vida; pues si hubo una fuerza que movió, por encima de cualquier dolencia física o anímica, a Vicente Aleixandre, esa fuerza fue la amistad. Sus actos por y para el bien de Miguel Hernández son prueba fehaciente de ello, aunque su amistad llegara a su punto y final con la esperada aparición de la ingrata muerte. En carta del 2 de abril de 1942, apenas cuatro días después del fallecimiento del oriolano, hace copartícipe a Muñoz Rojas del tremendo dolor que siente por la muerte de su querido amigo, evocando aquellos difíciles momentos, tanto para Aleixandre como para España, en los que emergió y se consolidó aquella relación.

No sé si sabrás la triste noticia: hace cuatro días murió Miguel (...) El mismo día de su fin recibí un telegrama de Josefina que decía así: “Miguel muerto” (...) No te hago comentarios sobre el dolor de una pérdida así. Para mí fue un amigo ejemplar, para el que guardo una gratitud y un recuerdo penetrante que quisiera conservar lo que me quede de vida. Generoso, noble, con un corazón leal como el que más (...) sentí en él la honradez hermosa de un afecto entrañable. Fue amigo mío de verdad en todo momento. Una de las pocas alegrías de los años de guerra era verle llegar cada cinco o seis meses a Madrid y pasarse allí unos días; yo estaba en cama (pasé dos años) y su compañía esos ocho o diez días que pasaba a mi lado aliviaban enormemente mi soledad de enfermo. Su poderosa vitalidad me contagiaba y me hacía sentirme alegre. ¡Qué bueno, bueno, bueno de verdad era! ¡Y qué dolor la pérdida de un extraordinario poeta, cuajado cada vez más en una voz robusta, honda y personalísima, llamada a dar tanta hermosura a nuestra lengua! Es un verdadero tesoro que se pierde – y se despide- Adiós José Antonio. Que nuestro amigo Miguel descanse de tanto sufrimiento.

Se le ha podido llegar a achacar, injustamente por cierto, a Aleixandre cierta tibieza política o acomodamiento ideológico, pero queda claro que, en lo concerniente a Miguel Hernández y a su amistad con él, estos falsos tópicos se desmoronan sin paliativo alguno, pues demostró sobradamente hasta qué punto llevaba esa amistad dentro de su corazón; mucho más que otros autores como Neruda o Alberti, que hicieron gala de ella en repetidas ocasiones, pero que mucho menos hicieron por ayudar a Miguel cuando éste más lo necesitaba.

En resumen, un excepcional documento, que nos permitirá además de conocer datos que hasta ahora se encontraban bajo cierto velo de desconocimiento, ser testigos de excepción de esa fraternal y sólida relación de amistad que mantuvieron Vicente Aleixandre y Muñoz Rojas. Observando, escondidos, por cualquier diminuto agujero en la pared de Velintonia o de Miraflores de la Sierra, nos encontraremos con esas facetas quizás poco conocidas de la personalidad del Nobel, pero también con la misma escritura sincera, fina y preciosa que supo imprimir a sus versos. Pues la poesía, la bella poesía, era algo inherente a la personalidad de aquel poeta yaciente, como se refirió a él el también poeta Prieto de Paula, que hizo gala de su amistad mientras su delicado estado de salud se lo fue permitiendo.

Paradójicamente, la única carta de Muñoz Rojas que conservamos es aquella que, póstumamente, escribiera al Nobel, un año después de su fallecimiento. Y en esa “Última carta a Vicente Aleixandre desde un Agosto imposible en la Casería” recoge el poeta antequerano parte de la esencia de aquellas cartas, de aquellos veranos, de aquellos sentimientos cambiantes pero siempre constantes, de aquella amistad con mayúsculas:

“Entramos en la amistad aquella tarde para no salir de ella. Y aquí me tienes al cabo de esos casi cincuenta años, lleno de melancolía porque he estado releyendo cartas tuyas de entonces”.

Pues pocas cosas causan más emoción que el poder retomar, años después, las cartas que un ser querido nos escribiera, y llegar a comprobar cómo, a pesar de que el tiempo haya dejado su impronta en el papel, en forma de color amarillo, no lo ha hecho en cambio en aquellos sentimientos que, aunque algo adormecidos quizás, siguen ocupando lugar preferencial en nuestro interior.